Se apaga la luz. Los ojos siguen abiertos. Un fantasma antiguo te atormenta, como una mosca, invisible.
La oscuridad es total, pero ves todo. Cada oportunidad perdida, aparece con lujo de detalle. Te duele. Pensás con esfuerzo, buscás primero razones, después soluciones.
Vos sabés que sos capaz, ya lo hiciste antes. Esa certeza que sentís tan adentro, te ilusiona y te condena. Seguís intentando.
Pasan noches, semanas, meses y años. Once años pasan. Te salen canas. Casi que te acostumbras a vivir con esa presencia, que aparece de noche y no te deja dormir.
Lees algún libro o miras una película. Escuchas a tus amigos. Te das cuenta que a todos les falta algo que quisieran tener. Los ojos siguen abiertos por la noche. Asumís, con entereza, la cruda posibilidad de que esa falta dure para siempre.
Hasta que un día el hechizo se rompe:
La película de Rory terminó ayer, en Augusta National, la tierra sagrada de nuestro deporte. El final tuvo el sufrimiento y la angustia de una tragedia griega. La batalla final de una odisea de casi once años. Un héroe que parecía peleado con el destino.
La escena final tuvo eso que define a las grandes obras de arte. Una imagen, capaz de inmortalizarse en la memoria: el llanto desgarrador, que lo explica todo.
Las mejores historias se nutren de la falta, de la pérdida. De ahí sacan la fuerza para llegar y emocionar a todos. Porque en la complejidad de la existencia nos encontramos. Los problemas nos igualan.
La luz se apaga. Los ojos se cierran. Rory finalmente descansa. Disfruta la felicidad pura -y fugaz- que aparece entre la concreción del deseo, y la preparación para una nueva batalla. Una nueva película.
Los ojos se cierran: Rory McIlroy gana el Masters y completa el Grand Slam
